© Aitor Fernández, 2018-2022

¿Son las familias que se han formado y crecido a contracorriente más sólidas que las tradicionales? No sólo estoy convencido de ello, también creo que tienen una capacidad de transformación social arrolladora.

La forma de organizar la vida familiar era mucho más rica y variada en el pasado que en la actualidad. La participación en la crianza de los abuelos, tíos, primos, e incluso vecinos, era mucho más importante debido a que las familias eran más extensas y vivían en espacios rurales, más seguros para los niños que las grandes urbes actuales.

Es durante la industrialización, en las décadas de los cincuenta y sesenta, cuando se produjeron los grandes movimientos migratorios del campo a la ciudad. Esos cambios económicos generaron que el modelo familiar imperante se convirtiera en la familia nuclear, alejada de su comunidad natural y formada por un padre, una madre y uno o dos hijos o hijas. Esa institución familiar ha sostenido los cimientos de la sociedad capitalista y de consumo.

Sin embargo, en las dos últimas décadas ha aumentado notablemente la frecuencia de familias que no se ajustan al modelo nuclear, esa institución familiar que algunos colectivos ven amenazada. En la última Encuesta Continua de Hogares del Instituto Nacional de Estadística (INE), de 2016, el indicador de nupcialidad —número de matrimonios por cada mil habitantes— bajó a la mitad desde 1976. En paralelo, la edad media a la primera unión legal de pareja subió a los 33 y 35 años, en hombres y mujeres, respectivamente.

La realidad da paso a nuevas formas familiares que se sostienen a contracorriente por necesidad o convicción. La estafa económica que estamos viviendo, el reconocimiento legal de los matrimonios homosexuales, el replanteamiento del modelo educativo y de los valores de la comunidad, la cada vez menor influencia religiosa o el empoderamiento de la mujer son algunos de sus factores determinantes.

Es hermoso sentir esa riqueza donde ya no siempre es la mujer la que ejerce el rol de madre, que brinda nutrición, sostén y cariño, ni siempre es el hombre el que ejerce el rol de padre, que ejerce autoridad, pone límites y protege, sino que ambas funciones están cada vez más diluidas y cuestionadas. Es emocionante comprobar cómo hay familias que se reinventan a sí mismas para conseguir tirar adelante a los nuevos miembros y así sobrevivir.

Es conmovedor conocer a familias que nunca quisieron a un hijo propio, pero que forman su hogar con acogidas temporales; a familias homoparentales, formadas gracias a las nuevas técnicas de reproducción asistida, la adopción o la gestación subrogada; a familias donde los hijos entienden que alguno de sus progenitores es transexual, o a progenitores que entienden que el sexo de sus hijos tienen que sentirlo ellos mismos; a familias donde la crianza natural y la educación comunitaria es el motor que las mueve; a padres que nunca tuvieron una relación amorosa pero que desearon con fuerza a un hijo y se unieron para tenerlo.

Sin embargo, no nos equivoquemos. La frecuencia de estas familias alternativas sigue siendo minoritaria. Además, según Enrique Saracho, psiquiatra y especialista en vida comunitaria, “sigue marcando las referencias sociales principales para el ejercicio de los roles en los demás modelos”.

En cifras del INE, el número de hogares nucleares representa el 35% del total. Sin embargo, es indicativo del cambio que el número de familias monoparentales represente ya el 11%, muy por encima del 3% de las que tienen tres o más hijos. También que 790.000 familias vivan bajo el mismo techo de otras personas con las que no forman un núcleo familiar (un 4% del total) o que casi 370.000 (un 2%) forme parte de dos o más núcleos familiares.

En su polémica investigación Madres arrepentidas (Penguin Random House), la socióloga israelí Oma Donath, entrevistó a 23 mujeres que, después de haber conocido la maternidad, elegirían una vida sin hijos. Las críticas cayeron sobre la mensajera: a Donath la llamaron “niña mimada, narcisista y egoísta” por haber reflejado sus inquietudes en sus entrevistadas.

En España la existencia de hogares sin hijos supone el 51% del total, entre hogares unipersonales (26%), parejas sin hijos (22%) y personas que no forman ningún núcleo familiar entre sí (4%).

Una encuesta de 2016 realizada por el instituto de investigación YouGov a más de 2.000 alemanes indicó que uno de cada cinco se había arrepentido de tener descendencia. La imposibilidad de conciliación con una carrera laboral era la razón principal. Lejos de las críticas al egoísmo, el 95% declaraba que amaba a sus hijos a pesar de todo. Donath también apuntó como causas de este sentimiento a la presión social y a la mitificación de la maternidad.

Por el contrario, ¿qué hace que familias que lo tienen todo en contra consigan formarse? Según los movimientos civiles por la legalización de la gestación subrogada en España, cada año se inscriben entre 800 y 1.000 niños nacidos en países donde esta práctica es legal.

María Llopis entrevistó en Maternidades Subversivas (Txalaparta), a una veintena de personas que, mediante sus experiencias, están revolucionando el concepto de embarazo, parto o crianza. “Yo creo en lo salvaje, en la naturaleza, en la fuerza de nuestros instintos”, aseguró.

Entre uno y otro polo existen muchos tipos de proyectos a los que vale la pena conocer y reivindicar. Son proyectos que, sólo por el hecho de existir, luchan contra las convicciones sociales o incluso contra la propia administración, que en ocasiones “les ha quitado a los hijos que amaban y cuidaban”, como ya lo advirtió con pasión y terror la ensayista italiana Natalia Ginzburg en 1990 —Serena Cruz o la verdadera Justicia (Acantilado)—.

¿Son perfectos estos nuevos núcleos familiares, estas nuevas formas de vivir y criar a los futuros adultos? No, por supuesto que no lo son. Según el psiquiatra Enrique Saracho, estas familias a menudo repiten los roles con los que fueron criados. Sin embargo, también precisa que su gran aporte es que nos demuestran que la familia es una forma de organización que debe estar al servicio de las necesidades de sus integrantes y no al revés. Asegura que “nos permiten tomar distancia y cuestionar unos estereotipos sociales empobrecidos y promocionados con mucha fuerza por la sociedad de consumo”.

Estas nuevas familias que he bautizado como camadas, por la conexión que tienen con la piel, con lo salvaje, son las que verdaderamente me interesan y en las que me he adentrado con todo el cariño y respeto que he sido capaz. Estas familias a contracorriente que no son perfectas, pero que pueden prestarnos algo de su luz en el largo camino de la transformación social hacia un mundo más justo y respetuoso.