Familias a contracorriente: la historia de Laia, Esteban, Asha y Dawit

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En algún lugar de Woldia, en Etiopía, una mujer daba a luz a un niño llamado Dawit. Le daba todo el amor que podía, pero era consciente de que no lo podía mantener. Viajó setecientos kilómetros hasta Addis Abeba para inscribirlo en el juzgado y declarar que lo daba en adopción. Poco antes de ser adoptado, viajó de nuevo hasta la casa de acogida para despedirse de él.

El mismo día en que nació Dawit, en Barcelona, el padre de Esteban le dijo adiós a la vida. Unos días antes de morir, les había prometido a Esteban y a Laia que los ayudaría con el proceso de adopción que estaban viviendo. Cuatro meses después recibieron la llamada: tenían un niño asignado.

El mes que pasó hasta que llegó el día del viaje se hizo largo. En el Institut Català de l’Acolliment i l’Adopció (ICAA) les dijeron todo lo que podía pasar, pero no lo que finalmente pasó: Dawit, de seis meses de edad, los acogió como si reconociera su alma, como si los hubiese estado esperando.

Laia siempre había querido ser madre. A los tres años ya guardaba ropa y juguetes para sus hijos. Pero con doce años una quimioterapia en plena pubertad la dejó infértil. A los diecisiete, la doctora le dio la noticia. Laia levantó un muro emocional y enterró el tema para siempre.

Esteban fue siempre para Laia algo diferente. Sentía como si el tiempo pasara muy lento cuando estaban juntos. Se conocieron en el colegio a los seis años y se separaron a los catorce. Pasó toda la infancia coladísima por él.

Laia se dedicó al baile. Trabajaba de animadora en una discoteca cuando se reencontró con él. Cada noche subía al pódium con un maquillaje de fantasía, pero aquella noche una nueva compañera la invitó a mezclarse entre la gente. Esteban se encontraba allí por casualidad. La reconoció e hizo que se encontraran de cara. Laia le gritó que era su amor platónico; desde entonces están juntos.

La convivencia también funcionó, pero al cumplir los veintinueve, cuando Laia sentía que el siguiente paso a plantear era la paternidad, el dolor despertó. Lloraba y se enfadaba por todo. Y decidió comenzar a hacer terapia.

Decidieron probar con la fecundación in vitro porque el camino de la sangre pesaba al principio. Pero, un día antes de iniciar el tratamiento, y gracias a unas constelaciones familiares, Laia vio el camino de la adopción. Lo pararon todo. Estuvieron 6 meses gestionando miedos y decidieron seguir adelante.

El proceso duró tres años, pero ellos lo vivieron con dulzura. Tenían treinta y no tenían prisa, aunque recuerdan algunas cosas difíciles, como cuando tuvieron que plantearse si serían capaces adoptar a un niño enfermo. Aquello fue duro, se les movieron cosas muy profundas. ¿Es lícito querer un hijo sano? No solo hay una manera correcta de hacer las cosas.  

Enseguida iniciaron un segundo proceso de adopción. Un día Dawit conectó con su abandono y empezaron a trabajarlo; un día Laia entendió que merecía ocupar el lugar madre de Dawit y decidió posicionarse; y un día Laia recibió la señal de que su cuerpo ya estaba preparado para gestar.

Laia no tenía la menstruación desde los veinte años. Los acogió una doctora que los acompañó dulcemente. Probemos una vez y veamos. A los 3 meses, el endometrio ya estaba preparado. Laia quedó embarazada de Asha a la primera y la doctora aún busca la explicación científica. No la hay, fue como magia, la ayuda vino de arriba. Dawit y Asha fueron quien les llamaron. Quizá vivir, ser madre, ser padre, sea eso, escuchar las señales de la vida.

Fotografía: Laia Sternfeld y Esteban Grau (Barcelona, 1976) y sus hijos Asha (de 3 años) y Dawit (de 11 años) | © Aitor Fernández